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Libro: Mi mundial, mi verdad

Por Roberto Rabi González

Mi mundial, mi verdad. Diego Maradona / Daniel Arcucci.

“Muchachos, acá las cosas salen bien cuando jugamos como nosotros queremos ¿o no? Así que sí Bilardo nos dice que vayamos para atrás a defendernos, nosotros vamos para adelante a atacar” (pág. 127)

 

El libro “México 86, mi mundial, mi verdad; así ganamos la copa” es una suerte de entrevista en profundidad a quien es considerado por muchos el mejor futbolista de todos los tiempos, sobre el proceso clasificatorio y  la campaña del equipo argentino que obtuvo la Copa del Mundo en 1986. Daniel Arcucci, experimentado periodista argentino, compartió varias semanas con Maradona en Dubai, casi 30 años después de aquel Mundial, recopilando los relatos del ídolo trasandino, los cuales entrega sin filtro: sin ordenar las ideas ni subsidiar el lenguaje, ni siquiera el uso de las onomatopeyas, por lo que el lector futbolero sentirá que está escuchando al difunto Pelusa, como tantas veces lo hizo a través de distintos medios de comunicación, con sus dichos y muletillas característicos.

No podemos dejar de observar que el libro es sobre todo una elegía a Maradona, que oscila entre la falsa modestia y la soberbia. Desde el prólogo escrito por Víctor Hugo Morales, quién pasó a la historia por su relato eufórico del famoso segundo gol a los ingleses en octavos de final, afirma que “El mundial del ’86 fue la consagración de un genio que sabía cuánto dependía el reconocimiento de la historia de ese paso por el campeonato del mundo” (pág. 14). Así, nos queda claro que al hablar de “Mi mundial”, Diego cierra cualquier posibilidad de que, algo de lo que el texto contiene no se trate de él: sus anécdotas, sus emociones, sus críticas, su familia, su liderazgo, sus relaciones sociales  y  su opinión sobre diversos temas. Muy representativo de este enfoque es la apertura del texto: “Les habla Diego Armando Maradona, el hombre que le hizo dos goles a Inglaterra y uno de los pocos argentinos que saben cuánto pesa la Copa del Mundo” (pág. 17) 

Maradona explica, que su participación en la selección argentina fue para él una prioridad y que estuvo dispuesto a aceptar las exigencias de los clubes europeos en que jugó, con tal de brillar con la albiceleste de su país, sin importar lesiones ni viajes matadores. Se hace cargo de sus problemas con la droga, afirmando que lo que consumió nunca tuvo por finalidad mejorar su rendimiento: “A mi la droga me hizo peor jugador, no mejor. ¿Sabés qué jugador habría sido yo si no hubiera tomado droga?” (pág. 20) Pero a la hora de hablar sobre lo que nos convoca, asegura que durante la preparación y el mundial mismo, se dedicó solo a mejorar su estado físico evitando el consumo de estupefacientes.

Tras algunas páginas introductorias, relata el proceso clasificatorio, enfatizando la dificultad y competitividad de las eliminatorias sudamericanas y la visión negativa que tenía la prensa del cuadro de Bilardo.  De cara a la clásica contraposición entre menottistas y bilardistas el Diez afirma: “Yo era de los menottistas, pero levanté la bandera de la causa por el grupo, porque estaba convencido de que este grupo iba a ganar algo” (pág. 24) y también nos cuenta lo significativo que fue para él asumir el rol de capitán del equipo y las dificultades a la hora de conformar el equipo definitivo.

Muy sabrosos son los relatos de las reuniones de equipo en los días previos al Mundial, cuando se producen roses con Daniel Passarella, insistiendo que el talentoso defensa, no tuvo complicaciones de salud relevantes que fueran un obstáculo insalvable para su participación: “Ahí fue donde el plantel se dio cuenta de que Passarella no quería jugar” (pág. 67). Tal hecho fue una pugna de liderazgos que Maradona no elude colorear. 

La visión de Diego sobre la concentración y los partidos es bastante detallada y, afortunadamente, emplea el orden cronológico que permite al lector más maduro cotejar la versión de Maradona con sus vivencias y al más joven no perder el hilo de la historia, en la medida que agrega diversas críticas y observaciones sobre la Fifa, los mundiales posteriores y su rivalidad deportiva con otras figuras como Platini, Zico y Rummenigge, digresiones tal vez innecesarias pero gratas. Destaca la violencia del juego de los coreanos en el primer partido, la supremacía del talento del grupo de jugadores por sobre la estrategia o táctica que pudo haber impuesto Bilardo, lo que comienza a notarse a su juicio desde el partido frente a Italia: “(…) después hablaron de táctica y aciertos de Bilardo, y para mí no fue tan así (…) aquel Mundial lo ganamos los jugadores, y empezamos en aquel partido a darnos cuenta y a que se dieran cuenta” (pág. 110). Y resalta también la superioridad de principio a fin de la selección argentina frente al cuadro búlgaro.

Es después de describir la fase de grupos que su relato se torna más arrogante, afirmando, por ejemplo, que el triunfo frente a Uruguay  en octavos de final mereció ser más amplio: “Vean el partido de nuevo, si pueden: se van a dar cuenta que terminamos 1 a 0 por culpa nuestra, no por culpa de la lluvia ni de Uruguay. Era para cinco o seis a cero”. 

Respecto del partido por cuartos de final frente a Inglaterra, sobre el que se han realizado cientos de comentarios, artículos, documentales y libros, Maradona, con  su sello personal destaca que “íbamos a hacer honor a la memoria de los muertos (en la guerra de las Malvinas) y a sacar a Inglaterra del plano mundial …futbolístico” (pág. 150) Tres décadas después de su famoso gol con la “mano de Dios”, afirma “Del gol con la mano no me arrepiento en absoluto. ¡No me arrepiento! Con el respeto que me merecen hinchas, jugadores, dirigentes, no me arrepiento en lo más mínimo” (pág. 163) “Para mí, eso sí, fue como robarle a un ladrón: creo que tengo cien años de perdón” (pág. 167). Sobre  su magistral obra en el segundo gol -que describe milímetro por milímetro, desde su visión del campo, y agrega los comentarios de sus compañeros (en especial Valdano) después de concretado- el Diez afirma: “No soñé nunca algo así. No puedo ni soñarlo. Este gol está marcado a fuego” (pág. 177)

Insiste en su grandilocuencia cuando se refiere al partido frente a Bélgica “Le habíamos hecho dos a Bélgica. ¡Yo quería hacerles mil! No por ellos sino por todos los demás, por los que nos habían matado sin piedad” (pág. 188) Aquel resentimiento contra la prensa, aún latente treinta años después es parte del sello de todo el texto.

En cuanto a la final frente a Alemania destaca la ansiedad por jugar, la claridad del triunfo y la supremacía física n-sí física-, del cuadro albiceleste: “Yo los veía colorados de cansancio, es cierto. Nosotros terminamos corriendo, pero porque mentalmente estábamos muy fuertes” (pág. 204) Y no elude hacerse cargo de las rivalidades esenciales: “Y entonces sí, el brasileño (el árbitro Arppi Filho) lo terminó. Justo un brasileño, mirá vos. ¡Campeón del mundo, campeón del mundo! ¿Sabés lo que es eso, sabés lo que es ser campeón del mundo con la camiseta de tu país, con tu camiseta? No se compara con nada” (pág. 205) Lo que cuenta pasó después, tanto en la cancha como de regreso a Argentina, no elude la sensiblería ni el fanatismo patriótico básico, pero en el fondo, el Pelusa nunca pretendió hacerlo. Al fin y al cabo, el libro se trata sobre él y su mundial, y miente quién diga que su punto de vista no es de suma importancia para entender en plenitud el clásico mundial ochentero. Mucho más ahora, que con su temprana muerte se han dicho tantas cosas.

Pues la historia, como es sabido, la escriben los ganadores.

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